domingo, 21 de junio de 2009

Miradas




Como es recurrente en ciudades relativamente pequeñas, el caminar por las calles es algo regular. Las cortas distancias entre los lugares que frecuentamos hacen que sea casi un estupidez tomar un taxi (salvo en aquellas no excepcionales ocasiones donde pareciera que va a caerse el cielo con la lluvia). Sin embargo, el resto del seco tiempo, se hace un placer recorrer los rincones de la ciudad. Es en estas instancias donde el cruce de miradas con otras personas que están en similares circunstancias se hace inevitable, porque de otra forma, si caminas con los ojos cerrados es probable que tu mayor socialización sea con un poste de luz o con el capó de un auto (cosa que creo no debe ser muy gratificante).
Una tras otra, las diferentes personas que transitan por las calles poseen miradas muy particulares. Sin embargo, no todas las personas tienen el valor de mirar a los ojos y creo que la sinceridad de las personas está ahí.
Hay de entre todos los tipos de miradas callejeras, algunas que siento que son muy interesantes:
- Hay unas miradas coquetas pero miedosas, te miran una vez como invitando, pero luego se esconden.
- Hay otras coquetas e insinuantes, que miran una y otra vez, pero nunca concretan, hasta que la persona observada se aburre y se va.
- Hay otra que es coqueta y sucia, que te desviste de una sola vez, el problema es que por lo general no llega a más de eso.
- Hay una mirada inocentona, que se parece a las miradas de la infancia, son dulces y dejan endorfinas para la semana.
- Hay miradas dudosas, aquellas que no logras distinguir si son de coqueteo y deseo o simplemente por cortesía o por una buena propina. Es en esta mirada en la que quiero detenerme esta semana…
Nunca he sido alguien que se caracterice por la decisión, siempre me ha costado un mundo poder decirle lo que siento a alguien que me gusta, cosa que sucede por lo general después de que alguien más me empuja casi de una patada.
Sin embargo, hace unos días hubo un encuentro de miradas muy particular. Frecuentando uno de los lugares más concurridos de la ciudad en términos de carrete sin baile incluido, se produjo un cruce de ojos con alguien del staff.
Al principio mi mejor amiga, Lulú (por la influencia de su perfume Lulú Blue), me comentó que alguien me miraba más que a las otras personas. Después de unos cuantos sorbos a mi Martini, caí en la cuenta que era verdad. Me comporté de acuerdo a la circunstancias, es decir, me reí a carcajadas toda la noche. Sin embargo, no pasó de ahí.
Volvimos a la semana siguiente y, para mi sorpresa, fue más amable de lo normal y las miradas fueron in crescendo. Después de bebernos unos mojitos para el maldito frío que se colaba hasta por debajo de nuestras conciencias, decidí que era momento de tomar al chancho por el rabo (no se extrañen, esto hace alusión a que siempre el terreno amoroso es resbaloso, sucio y hay riesgo de quedar completa e irremediablemente, embarrad@).
Cuando ya nos íbamos, Lulú me previno que era mejor hacer un Estudio de Mercado, para no embarrarme. Sin embargo, el cansancio de siempre esperar que la otra persona tome la iniciativa (cosa que no ocurre y a eso se debe el cansancio), decidí darle mi número de celular en la misma boleta del consumo. Mi sorpresa fue mayúscula al ver que so lo tomó con una naturalidad desconcertante y me dijo, con la misma cortesía de siempre “ahí veremos”.
Salimos del local con las endorfinas a full, pero como todo buen cuento de la vida real, nunca llamó y, de verdad, ya no espero que lo haga.
Volvimos a la semana siguiente, Lulú por curiosidad y yo, para cerrar el círculo. Esa noche no estaba, pero eso no fue impedimento para no comerme un enorme plato de papas fritas al merkén. Quizás no hubo concreción ni amor, pero hubo risas y mucho sabor.