miércoles, 19 de agosto de 2009

Orgullo y Perjuicios...











“Es una verdad mundialmente reconocida

que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna,

necesita una esposa.”

Después de quedar unas cuantas horas pegado mirando el techo, pensando en las palabras de Austen, caí esparcido (literalmente esparcido) en la pregunta ¿y qué nos queda a los solteros sin una gran fortuna?

Decidí darle un par de vueltas a la pregunta antes de escribir una respuesta suicida y masoquista y es que las certezas de tiempos pasados se esfuman más rápidamente de lo que quisiéramos.

Cierto día, en una charla de chat alguien tenía en su nick: “busco persona atractiva”. Quedé pensativo un momento y le pregunté cuál era su concepto de alguien atractivo. Después de unos minutos, al no saber qué responder, simplemente, re retiró.

En mi cabeza quedó dando vuelta la idea de las imágenes preconcebidas, los prejuicios, los estereotipos y cómo éstos van estableciendo una ruta de navegación en nuestras relaciones.

Cuando alguien dice que busca una persona atractiva, al parecer la idea preconcebida es un joven atlético, de rasgos bien definidos, respondiendo a cánones de belleza clásicos, como el andrógeno Tadzio que cautivó a Aschenbach en La muerte en Venecia.

Sin embargo, solemos olvidar en estas preconcepciones, que todos tenemos percepciones diferentes de la belleza.

Ante tales circunstancias, encontrar pareja en estos tiempos se ha vuelto una tarea realmente titánica (entendiendo el concepto de pareja más allá de un sexo casual o una simple persona que vegete al lado nuestro).

Resulta cada vez más evidente que el campo de las relaciones ha sido reducido al mismo nivel que conseguir un artículo X. Al parecer, ya no hay tiempo para compartir en profundidad, hemos sido aplastados de una hirviente avalancha de sexo express.

La idea final de Austen sobre las primeras impresiones pareció disiparse al mismo tiempo que los prejuicios y la superficialidad de las apariencias subieron al trono.

Así, entre los idealistas que aún creemos en las antiguas ilusiones y en las relaciones con conversaciones entretenidas (profundas o triviales), comienza a asentarse la idea de que la soltería es uno de los caminos más recomendables.

Cuando se tiene 18 ó 20 años, ser soltero no es mayor cosa, se le atribuye principalmente a la inmadurez. Sin embargo, cuando ya pasas la línea de los 24, la soltería comienza a ser vista con ojos de lechuza. La seguidilla de hipótesis suele ser tan agobiante que no sabes qué es peor, si la soltería en sí o los fallidos intentos de tus cercanos por encontrarte pareja.

No es extraño que, en esas típicas reuniones familiares, aparezca una “amiga” de la familia que calza justo dentro del rango del soltero. Más allá de la simpatía que se pueda generar, el intento suele ser un completo fracaso. Sin embargo, el campo se pone más lodoso cuando llueven las palabras matrimonio, hijos, esposa, etc.

Las palabras acompañadas de unas sugerentes miradas inquisidoras, suelen ser suficientes como para dejar los más extraños sinsabores con respecto a nuestra solitaria emocionalidad.

En la idea de que hasta una sardina enlatada tiene más roces me quedé pensando ¿Por qué la necesidad de estar con alguien aún cuando decimos ser independientes y autónomos? Al parecer hay algo de costumbre, generalmente asociada a relaciones previas, algo de temor a la soledad, a veces algo de inmadurez, otras veces por simple mala suerte. Al fin de cuentas, por muchas explicaciones probables, la realidad es una sola: seguimos solteros.

Resignado ante la idea de convertirme en un electrón célibe que sólo desprende cargas eléctricas, sería bastante razonable pololear con una ampolleta o el refrigerador.

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